El Día de la Infancia no es solo una fecha en el calendario, sino una oportunidad para mirarnos a través de los ojos de quienes fuimos alguna vez y de quienes hoy nos rodean en su niñez. Es un recordatorio de que el niño o la niña que fuimos sigue vivo dentro nuestro, esperando ser escuchado, abrazado y comprendido.
Desde la Bioexistencia Consciente, la infancia no es solo una etapa de la vida, sino el territorio donde se siembran las primeras creencias, emociones y experiencias que más tarde florecerán —o nos desafiarán— en la adultez. Lo que vivimos entonces, lo que observamos en nuestro entorno, lo que sentimos como verdadero o amenazante, se graba como un mapa interno que guía muchas de nuestras decisiones, incluso sin darnos cuenta.
Celebrar el Día de la Infancia puede ser mucho más que agasajar a los niños actuales: es también un acto de reconciliación con nuestra propia historia. Es un momento para preguntarnos:
¿Qué necesitaba mi niño o niña interna que quizá no recibió?
¿Qué juegos, curiosidades o sueños quedaron guardados esperando un momento para salir?
¿Cómo puedo hoy, desde mi vida adulta, convertirme en el adulto que ese niño necesitaba?
Honrar a la infancia es recordar que todos, en algún punto, fuimos pequeños, vulnerables, curiosos y llenos de asombro. Y que en esa vulnerabilidad y en ese asombro todavía reside una enorme fuerza creadora.
Este día puede ser una invitación a mirarnos con ternura, a cuidar con conciencia a las infancias que nos rodean y, sobre todo, a abrir espacio para que el niño interno vuelva a jugar, imaginar y sentirse seguro. Porque cuando sanamos nuestra infancia interna, también sembramos una infancia más libre y amorosa para quienes vienen detrás.